Llevo meditando 30 años, estudiando Budismo Tibetano en las montañas y viviendo distintas épocas de retiros y todo tipo de pruebas ascéticas, a la vez qué profundice  en la vía del samurai de una manera totalmente comprometida. Estudiando las raíces del  pensamiento samurai y practicando ocho horas al día distintas artes marciales, entre ellas la vía del sable.

Los veinte años que viví  en una montaña apartado de las distracciones y de los adelantos tecnológicos, de las noticias, del girar del mundo y sus gentes me aportaron una realización y un gozo interno que jamás olvidaré.

Ahí estaba yo, desde mis 19 años. Tuve la guía de un maestro catorce años con el que viví 24 horas al día. Cómo ya mencione en alguno de mis post, él fue mi padre, mi maestro, la familia que nunca tuve.

Desde esa perspectiva, tú que  me lees, podrás imaginarte la visión tan distinta que tengo del mundo pero también, de lo que significa la práctica para una persona cómo yo dedicada en exclusiva a ella, sea deportiva o meditativa.

Siempre me sentí conforme me fui haciendo mayor un ser distinto, a veces fuera de contexto del pensamiento general, otras veces demasiado profundo, otras demasiado sensible a todo, en muchos momentos demasiado disciplinado, también excesivamente intenso… en fin. De cualquier manera, la diferencia siempre me produjo bastante dolor, separación, la diferencia me mataba,  incluso me llegué a sentir marginado por el colectivo de personas que se cruzaban en mi camino, de la sociedad en general.

Pasó el tiempo y esa diferencia se transformó  en admiración por parte del mundo exterior, me convertí a los ojos de los demás en esa definición de la que siempre he huido, la del Maestro de la montaña y de la cual hoy en día ya he conseguido qué   no me afecte lo más mínimo.

Entonces pasé de  los cuarenta años y mi relación con el mundo cambió, me bajé de la montaña en busca de aquello que ya no formaba parte de mi viaje interior sino del exterior. El mundo y sus gentes, el amor palpable y no el universal, el mundo de la acción y no el de la contemplación…en definitiva, de todo lo opuesto a lo que había vivido a lo largo de mi vida. 

Entonces…Viví lo que significaba abrir el corazón y como decía un antiguo amigo mío, “mojarse el culo” y exponerse a que otros pudieran herirte debido abrirte y a darlo todo, con el riesgo que eso implica.

Después de tantos años controlando el deseo, siendo casto en distintas temporadas de manera voluntaria, adquiriendo un dominio corporal y mental como pocas personas he conocido, me encontré sufriendo por amor como cualquier persona.

Quizás, debido a mi entrenamiento de años, mi sufrimiento por amor lo gestiona en un plazo de tiempo considerablemente reducido en comparación a la mayoría de las personas pero la cicatriz se quedaba ahí, marcando de alguna forma mi carácter, socavando mi ilusión,…

Nada de todo ello enturbió la convicción de que podría llegar a ser uno con una mujer, de la misma forma que fui uno con mi maestro. Equivocación tras equivocación, o como se suele decir, experiencia tras experiencia (las palabras son solo palabras)  aprendí de cada ruptura algo importante que fue configurando lo qué significaba amar a otra persona, en la qué el deseo, el apego y demás condicionan la visión de la realidad, de las circunstancias.

Aunque mi dolor por ese corazón abierto  y en todos los casos no correspondido, fue inmenso… lloros, nervios, un poco de ansiedad por aquí y por allá, mi convicción de qué existía la persona que valoraría mi rareza, mi profundidad, mis dones y talentos pero también  mis neuras y defectos no decayó en ningún momento.

Siempre sentí que lo que no se comparte se pierde y yo tenía muchísimo por compartir.

Así que en los momentos en lo que me levantaba de la caída emocional y me decía a mi mismo, “quién te ha visto y quién te ve” yo volvía a generar ilusión por la vida, a vivir el momento presente como si fuera una nueva oportunidad en la que algo maravilloso podría ocurrir en cualquier momento.

Entonces, ocurrió lo inevitable…

Hace tres meses se apuntó a mis clases una profesora de meditación, casi de mi edad. Profesora de profesores de Yoga Viyansa. Le encanta entrenar el cuerpo haciendo cualquier disciplina que la haga sentir viva y le plantee retos…Estudiosa de libros de diferentes temáticas filosóficas y  con un bagaje profesional importante y variado. 

Me pareció muy interesante enseñar a una profesora que ya tiene experiencia y una madurez de vida, para un profesor eso siempre es estimulante.

En mi primera clase con ella, a la cual estaba conectada online, mi mente, mi corazón, mi conciencia, se conectó con ella y pude sentir su presencia a través del móvil. Esto ya me produjo desconcierto a la vez que mucho interés en conocerla en persona.

Clase tras clase, semana a semana, algo dentro de mí sentía que  era una persona semejante pero acostumbrado a las proyecciones que produce el amor y a sus fantasías, espere a que el destino frunciera el encuentro y así ver por mi mismo que había de  real o de fantasía en mi sentimiento, en mi percepción.

Hace 21 días que nos abrazamos por primera vez, tan solo fueron 13 minutos, además 13 minutos de silencio, solo de mirarnos (no había tiempo y por eso no  entorpecimos nuestro encuentro con palabras)

Sobró y vasto para reconocernos y a partir de ahí con ella, he desbloqueado el dolor producido por las relaciones del pasado. Con ella he vuelto a ser yo mismo en estado puro. El samurai de la montaña multidisciplinar, meditador y existencialista y sí, ahora un hombre completo tanto en mi fuero interno como en mi mundo exterior que ha encontrado lo que bajó a buscar de las montañas, a la compañera de mi vida con la que ya, soy uno, el tiempo tan solo es una ilusión más.

No me he enamorado, me he fusionado por completo con Claudia, Shima, la maestra que me ha mostrado el camino y me ha recordado quién soy y qué he venido hacer aquí. Verse uno mismo a través de los ojos de otro es algo indescriptible. Una conexión de almas, de conciencias qué tan solo tiene un significado, haber llegado a casa y reconocer que nunca estuviste solo. Jamás imaginé qué lo qué te está predestinado sucediera de manera ipsofacta, fácil, fluida, perfecta. Cuando una persona saca lo mejor de ti sin esfuerzo tan solo puedes rendirte al amor que te está brindando. Lo más precioso que me ha ocurrido es que ella se sienta como yo y ahí sí qué nos hemos enamorado de reconocer al otro en nosotros mismos.

Siempre sentí que el amor universal era lo más elevado que podíamos sentir. Hoy, después de 21 días he comprendido que el amor universal tiene forma y se llama Claudia, Shima para mí.

El amor verdadero me ha enseñado que todo el sufrimiento ha merecido la pena para llegar a ella, para estar aquí y ahora a su lado, para seguir aprendiendo de su abrazo infinito e inefable.

Shima y Dargye comienzan «poco a poco pero ya» a compartir una enseñanza preciosa para ti.

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